sábado, 1 de diciembre de 2012

Edad Moderna


La estructura familiar de la Alta Edad Media recuerda a la que se manifestaba tanto en la sociedad romana como germánica al estar integrada por el núcleo matrimonial -esposos e hijos- y un grupo de parientes lejanos, viudas, jóvenes huérfanos, sobrinos y esclavos. Todos estos integrantes estaban bajo el dominio del varón -bien sea de forma natural o por la adopción-, quien descendía de una estirpe, siendo su principal obligación proteger a sus miembros.

No en balde, la ley salia hace referencia a que el individuo no tiene derecho a protección si no forma parte de una familia. Como es de suponer, esta protección se paga con una estrecha dependencia. Pero también se pueden enumerar una amplia serie de ventajas como la venganza familiar o el recurso a poder utilizar a la parentela para pagar una multa ya que la solidaridad económica es obligatoria. No obstante, si alguien desea romper con su parentela debe acudir a los tribunales donde realizará un rito y jurará su renuncia a la protección, sucesión y beneficio relacionados con su familia. La familia vive bajo el mismo techo e incluso comparte la misma cama. Tíos, sobrinos, esclavos y sirvientes comparten la cama donde la lujuria puede encontrar a un amplio número de seguidores en aquellos cuerpos desnudos. Esta es la razón por la que la Iglesia insistirá en prohibir este tipo de situaciones y favorecer la emancipación de la familia conyugal donde sólo padres e hijos compartan casa y cama. El padre es el guardián de la pureza de sus hijas como máximo protector de su descendencia. Las mujeres tiene capacidad sucesoria a excepción de la llamada tierra salia, los bienes raíces que pertenecen a la colectividad familiar. Al contraer matrimonio, la joven pasa a manos del marido, quien ahora debe ejercer el papel de protector.

El enlace matrimonial se escenifica en la ceremonia de los esponsales, momento en el que los padres reciben una determinada suma como compra simbólica del poder paterno sobre la novia. La ceremonia era pública y la donación se hacía obligatoria. Entre los francos alcanzaba la suma de un sueldo y un denario si se trataba de un primer matrimonio, aumentando hasta tres sueldos y un denario en caso de sucesivos enlaces. La ceremonia se completaba con la entrega de las arras por parte del novio a la novia, aunque el enlace pudiera llevarse a cabo incluso años después. Los matrimonios solían ser concertados, especialmente entre las familias importantes, por lo que si alguien se casaba con una mujer diferente a la prometida debía pagar una multa de 62 sueldos y medio. La joven tenía que aceptar la decisión paterna aunque conocemos casos de muchachas que se han negado a admitir el compromiso como ocurrió a santa Genoveva o santa Maxellenda. Lo curioso del caso es que diversos concilios merovingios y el decreto de Clotario II (614) prohiben casar a las mujeres contra su voluntad.

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